Como un monje Tibetano en posición de loto, me convertí en un testigo inmóvil de los acontecimientos. Observé, por ejemplo, como Priscila y el Carcomante se alejaban y me dejaban abandonado a mi suerte en el medio de la nada. La nube de polvo se arremolinó y creció hasta alcanzar su punto máximo, luego, como si no supiera muy bien adonde ir, comenzó a asentarse nuevamente sobre el camino. El atronador ruido de los motores fue apagándose poco a poco, dejando paso a sonidos más sutiles, como el graznido de las aves carroñeras, o el silbido del viento entre las piedras. Mientras todo esto pasaba, no moví un solo músculo. Priscila, el Carcomante y el resto del grupo se habían convertido en un punto de cromo flotando en el borde del horizonte, y con el correr de los minutos, en algo infinitesimalmente más pequeño.
No supe cuanto tiempo estuve sentado allí sin reaccionar ni emitir palabra, pero me pareció una eternidad. Intenté ordenar mis pensamientos y establecer un plan de acción porque sabía que mi supervivencia dependía de ello y que cada minuto perdido era una posibilidad en mi contra. Mis manos se cerraron sobre la arenilla y la contuve dentro de los puños por un momento, “como dos relojes de arena” pensé, y dejé que el contenido se fuera escapando en dos líneas muy finas.
Un zumbido similar al de una heladera industrial arrancó dentro de mi cabeza casi en el mismo momento en que decidí abandonar mi estado de contemplación.
“¡Plan
de acción!” me gritaba una vocecita por detrás del zumbido, pero no podía
concentrarme en nada que no fuera la horrible traición que había sufrido. Mi sobrecargada
mente volvía una y otra vez a ello, como si fuera un disco rayado.
Así que, en lugar de
levantarme, lo repasé todo una vez más.
Punto uno: Era cierto que
desde la aparición del monstruo, mi relación con Priscila se había deteriorado.
Más que eso, se había hundido en un pozo de brea custodiado por sátiros
burócratas del quinto círculo del Infierno. Y sin embargo, una y mil veces
había albergado esperanzas de recuperarla, con esa estoicidad idiota y
empecinada que tienen los enamorados, había creído que, al seguirle los
caprichos al pie de la letra, me ganaría
su favor. “Monito iluzzo, ya deberíazz
zzaberlo. Chicazz como ezzta no mejoran
con el tiempo… chicazz como ezzta empeoran” hubiera murmurado el horrendo cefaloide con
justa razón.
Punto
dos: Como todo necio que por fin llega al fondo de su miseria, me veía obligado a abrir los ojos y enfrentar
la realidad. Por poco que me gustara, debía aceptarlo, la mía era una realidad
patética. No era el hecho de que Priscila me hubiera abandonado, rompiéndome de
paso el corazón y pisoteado la poca autoestima que me quedaba, sino que además,
lo había hecho mientras me encontraba mal herido, en el medio del desierto, en
un país repleto de fanáticos, en donde ofrecían
recompensa por mi cabeza.
Punto
tres: Otra parte de mi conciencia entendía que mi propia actitud me hacía
culpable de este panorama, era tanto o más responsable que el propio
Carcomante, pero aún así no podía dejar de sentirlo como una infame injusticia.
–Despreciables Monstruos… ingratos, flacos de tolerancia –farfullé, sin creatividad ni fuerzas para agregar más insultos.
De pronto recordé que Cortazarzas me lo había anticipado. Me lo había repetido una y otra vez, y yo no le había dado valor. Ciego como estaba por los cambios climáticos de Priscila, no había querido leer las señales que anunciaban el desastre. Ahora era demasiado tarde para mí. Lo más probable era que el desierto acabase conmigo. Eso en el mejor de los casos. Porque ¿que tal si algún poblador me reconocía? Me cazarían sin tregua como el animal magnífico y valioso que creían que era. Y si por otro lado, me detenían las autoridades, seguramente iría a parar la cámara de gas o a la silla eléctrica. Tal vez a las dos juntas.
Pensando en todas estas cosas, me largué a llorar.
–Despreciables Monstruos… ingratos, flacos de tolerancia –farfullé, sin creatividad ni fuerzas para agregar más insultos.
De pronto recordé que Cortazarzas me lo había anticipado. Me lo había repetido una y otra vez, y yo no le había dado valor. Ciego como estaba por los cambios climáticos de Priscila, no había querido leer las señales que anunciaban el desastre. Ahora era demasiado tarde para mí. Lo más probable era que el desierto acabase conmigo. Eso en el mejor de los casos. Porque ¿que tal si algún poblador me reconocía? Me cazarían sin tregua como el animal magnífico y valioso que creían que era. Y si por otro lado, me detenían las autoridades, seguramente iría a parar la cámara de gas o a la silla eléctrica. Tal vez a las dos juntas.
Pensando en todas estas cosas, me largué a llorar.
Hacia
el Este, el amanecer apareció como un suave resplandor rosa ceniciento que se
recortaba por encima de un cordón de sierras desnudas. Una imagen preciosa y
motivadora para cualquier ser humano que no fuese yo.
Un rato después, cuando me limpié los mocos con la manga de la camisa, ya despuntaba un sol furioso y la temperatura había subido tanto que mis ropas comenzaron a sentirse como lo que en realidad eran, un montón de harapos húmedos y pegajosos.
Tomé la decisión de alejarme de la ruta y caminar en dirección a unas colinas. Cualquier agujero de mediano tamaño estaría bien. No tenía la pretensión de una tumba elegante, pero tampoco me agradaba la idea de convertirme en un cadáver al costado del camino, como uno de esos coyotes atropellados, que luego de varias pasadas de neumáticos quedaban reducidos a felpudos de carretera.
Tumba si.
Felpudo no.
Me prometí que esa sería mi máxima.
Luché por ponerme en pie y al segundo intento lo logré. Mi pierna baleada era una pesadilla, pero apreté los dientes y avancé unos metros. Me esforcé por colocar un pie detrás del otro, un paso por vez, sin perder el ritmo. Casi al instante, gruesas gotas de sudor comenzaron a rodar sobre mi rostro. Un paso, otro paso. Procuré que ese mantra fuera lo único que ocupara mi mente. Un paso, otro paso. UnaPriscila, otro paso. Al cabo de unos minutos, a pesar del calor agobiante, conseguí establecer un ritmo de marcha estable. Como sumido en las marañas de un sueño, me adentré en el árido paisaje sin prestar atención a nada en particular. Mis únicos obstáculos eran unos pozos de madriguera de topo, demasiado pequeños para caber en ellos, pero lo suficientemente grandes como para quebrarme un tobillo, y una variedad de arbustos espinosos que, en un descuido, se llevaron parte de mi pantalón y de mi pantorrilla.
Mi ojo colgante era otro problema. Su constante bamboleo de izquierda a derecha me mareaba, así que tomé la resolución de deshacerme de él.
Sin pensarlo demasiado, tomé el ojo en mi mano y tiré con fuerza. No sentí dolor, pero tampoco puedo decir que fuera agradable. Los nervios que lo sujetaban a mi cráneo se estiraron como un elástico viejo. Sentí un leve tirón en el interior de mi cabeza y repentinamente, recordé perfumes de mi infancia que creía olvidados.
Volví a la carga, esta vez con ambas manos, hasta que el ojo se desprendió con un desagradable chasquido.
Me quedé un buen rato allí, parado en medio de un sol abrasador, observando mi ojo izquierdo en la palma de la mano, que a su vez me observaba con aire acusador.
Me pregunté si acaso no me habría vuelto loco.
Con un escalofrío, deseché la idea y arrojé el ojo lo más lejos que pude.
El órgano describió un arco por el aire diáfano y luego rodó unos metros, cubierto de arena como un huevo duro caído de una canasta en un picnic de playa.
Decidido a continuar, di media vuelta y avancé en dirección a las colinas. Al cabo de media hora, mi estado era catastrófico pero las muy bastardas no parecían ni un ápice más cerca.
Oí un suave chistido a mis espaldas y haciendo uso de todas mis fuerzas, me detuve y giré la cabeza.
El ojo que yo había arrojado estaba a unos pocos metros y rodaba alegremente por la arena, detrás de mí.
Definitivamente, me había vuelto loco.
-¡Quieto! –dije, sobresaltado.
Un rato después, cuando me limpié los mocos con la manga de la camisa, ya despuntaba un sol furioso y la temperatura había subido tanto que mis ropas comenzaron a sentirse como lo que en realidad eran, un montón de harapos húmedos y pegajosos.
Tomé la decisión de alejarme de la ruta y caminar en dirección a unas colinas. Cualquier agujero de mediano tamaño estaría bien. No tenía la pretensión de una tumba elegante, pero tampoco me agradaba la idea de convertirme en un cadáver al costado del camino, como uno de esos coyotes atropellados, que luego de varias pasadas de neumáticos quedaban reducidos a felpudos de carretera.
Tumba si.
Felpudo no.
Me prometí que esa sería mi máxima.
Luché por ponerme en pie y al segundo intento lo logré. Mi pierna baleada era una pesadilla, pero apreté los dientes y avancé unos metros. Me esforcé por colocar un pie detrás del otro, un paso por vez, sin perder el ritmo. Casi al instante, gruesas gotas de sudor comenzaron a rodar sobre mi rostro. Un paso, otro paso. Procuré que ese mantra fuera lo único que ocupara mi mente. Un paso, otro paso. UnaPriscila, otro paso. Al cabo de unos minutos, a pesar del calor agobiante, conseguí establecer un ritmo de marcha estable. Como sumido en las marañas de un sueño, me adentré en el árido paisaje sin prestar atención a nada en particular. Mis únicos obstáculos eran unos pozos de madriguera de topo, demasiado pequeños para caber en ellos, pero lo suficientemente grandes como para quebrarme un tobillo, y una variedad de arbustos espinosos que, en un descuido, se llevaron parte de mi pantalón y de mi pantorrilla.
Mi ojo colgante era otro problema. Su constante bamboleo de izquierda a derecha me mareaba, así que tomé la resolución de deshacerme de él.
Sin pensarlo demasiado, tomé el ojo en mi mano y tiré con fuerza. No sentí dolor, pero tampoco puedo decir que fuera agradable. Los nervios que lo sujetaban a mi cráneo se estiraron como un elástico viejo. Sentí un leve tirón en el interior de mi cabeza y repentinamente, recordé perfumes de mi infancia que creía olvidados.
Volví a la carga, esta vez con ambas manos, hasta que el ojo se desprendió con un desagradable chasquido.
Me quedé un buen rato allí, parado en medio de un sol abrasador, observando mi ojo izquierdo en la palma de la mano, que a su vez me observaba con aire acusador.
Me pregunté si acaso no me habría vuelto loco.
Con un escalofrío, deseché la idea y arrojé el ojo lo más lejos que pude.
El órgano describió un arco por el aire diáfano y luego rodó unos metros, cubierto de arena como un huevo duro caído de una canasta en un picnic de playa.
Decidido a continuar, di media vuelta y avancé en dirección a las colinas. Al cabo de media hora, mi estado era catastrófico pero las muy bastardas no parecían ni un ápice más cerca.
Oí un suave chistido a mis espaldas y haciendo uso de todas mis fuerzas, me detuve y giré la cabeza.
El ojo que yo había arrojado estaba a unos pocos metros y rodaba alegremente por la arena, detrás de mí.
Definitivamente, me había vuelto loco.
-¡Quieto! –dije, sobresaltado.
El
ojo no respondió, pero disminuyó su rodar.
-No
quiero que me sigas…, creo que tengo
fiebre y no me tranquiliza verte rodando por ahí.
Caminé
unos metros y lo vigilé por el rabillo de mi otro ojo. Se quedó inmóvil unos
segundos, y luego, furtivamente, avanzó detrás de mi.
-¡Que no me sigas, carajo!. ¡Cucha! ¡Cucha!
-¡Que no me sigas, carajo!. ¡Cucha! ¡Cucha!
El
ojo se plantó en su lugar y aunque no logré interpretar su expresión por estar
cubierto de arena, noté que temblaba. Mi
tono de voz lo había asustado y sentí lástima por él. Tal vez no estaba siendo
justo. Al fin y al cabo me había acompañado durante toda mi vida, y ahora yo
pretendía hacer con él lo que Priscila había hecho conmigo.
-No
es personal. ¿Ok? Lo lamento –suspiré.
-No
era mi intención arrancarte de mi lado, pero no tuve alternativa. Estoy…¿Cómo
se dice?... en estado de ssssshok… y por eso hago cosas…
El ojo se limitó a mirarme en un oscuro silencio de reproche.
-Bueno, como quieras. Si querés venir no voy a impedirlo. No me quedan energías para malgastar –dije y me encogí de hombros.
El ojo se limitó a mirarme en un oscuro silencio de reproche.
-Bueno, como quieras. Si querés venir no voy a impedirlo. No me quedan energías para malgastar –dije y me encogí de hombros.
Seguí
la marcha y el ojo me siguió a unos metros prudenciales, con cautela, como esos
perros a los que por más que se lo intente, no se los puede echar del todo.
Caminamos y caminamos procurando mantener una línea lo más recta posible. Atravesamos varios kilómetros de desierto sin saber muy bien si las colinas se acercaban o alejaban de nosotros. Yo farfullaba incoherencias cada vez más grandilocuentes y el ojo se limitaba a rodar.
Caminamos y caminamos procurando mantener una línea lo más recta posible. Atravesamos varios kilómetros de desierto sin saber muy bien si las colinas se acercaban o alejaban de nosotros. Yo farfullaba incoherencias cada vez más grandilocuentes y el ojo se limitaba a rodar.
En
algún momento de la marcha nos detuvimos a descansar. Mi cuerpo parecía
pertenecerle a otra persona. Lo sentía entumecido y lejano, y aunque seguramente era una mala señal, di gracias
al Señor.
De
pronto el ojo habló.
-Deberíamos
seguir –dijo, su tono de voz era grave y convincente. –Este no parece un buen
lugar para quedarnos, y esas colinas están más cerca. Definitivamente.
-Estoy
de acuerdo. Están más cerca.
-Entonces
sigamos.
-En
un minuto.
-Si
esperamos más tiempo no vas a poder levantarte. Así que mejor sigamos.
-Está
bien.
Más
adelante el terreno se hundía abruptamente en una serie de escalones irregulares
y de corte filoso, temimos que se tratara de un precipicio o una quebrada pero
cuando nos adentramos en la depresión vimos que se trataba del cause seco de un
arroyo. Seguimos tambaleándonos como borrachos, mi ojo rodante y yo. Resoplando
y balbuceando insultos en bizarros idiomas nunca antes escuchados.
De tanto en tanto, trastabillaba y amagaba con caer, pero entonces, recordaba mi misión y me esforzaba por no hacerlo, sabía que me quedaba poca autonomía, pero de todos modos, no daba con el lugar indicado para desplomarme. Mi habitual terquedad subconsciente y masoquista se hacía más firme ahora que tenía un compañero que se preocupaba por mí.
Sin saber como, en algún momento salimos del cause del arroyo y continuamos la marcha por un sendero de gravilla y piedra, cada vez más duro, donde los arbustos desgarra pantorrillas y los agujeros de topo comenzaban a ralear. El sol se había convertido en un pomelo infernal que se estrellaba contra mi frente y de a ratos, parecía cambiar de tamaño y forma. Pero desde el Norte, grandes nubes de tormenta se amontonaban como un rebaño de ovejas negras y sus sombras oscurecían las colinas a lo lejos.
De tanto en tanto, trastabillaba y amagaba con caer, pero entonces, recordaba mi misión y me esforzaba por no hacerlo, sabía que me quedaba poca autonomía, pero de todos modos, no daba con el lugar indicado para desplomarme. Mi habitual terquedad subconsciente y masoquista se hacía más firme ahora que tenía un compañero que se preocupaba por mí.
Sin saber como, en algún momento salimos del cause del arroyo y continuamos la marcha por un sendero de gravilla y piedra, cada vez más duro, donde los arbustos desgarra pantorrillas y los agujeros de topo comenzaban a ralear. El sol se había convertido en un pomelo infernal que se estrellaba contra mi frente y de a ratos, parecía cambiar de tamaño y forma. Pero desde el Norte, grandes nubes de tormenta se amontonaban como un rebaño de ovejas negras y sus sombras oscurecían las colinas a lo lejos.
-Se atormenta una vecina –le informé a mi
ojo.
-Sip. Definitivamente se atormenta –dijo el
ojo.
A
unos cien metros, divisé un contorno negro y afilado como un tótem.
Cuando me acerqué lo suficiente, descubrí que en efecto, se trataba de un tótem indio perfectamente conservado. Cuatro caras, cada una más fiera que la anterior, estaban talladas con prolijidad y esmero en una madera dura y compacta que no logré identificar. Los fuertes vientos del desierto habían dado a la superficie un aspecto áspero y gastado, pero los pliegues y formas de las figuras se mantenían nítidos. Interpreté la figura de un zorro, un lagarto, un águila y un hechicero enmascarado. La última figura era la más impresionante, por su nivel de detalle y tamaño. Unos ojos saltones y enloquecidos asomaban por debajo de la máscara y parecían advertirle al transeúnte que lo pensara dos veces antes de seguir avanzando.
Cuando me acerqué lo suficiente, descubrí que en efecto, se trataba de un tótem indio perfectamente conservado. Cuatro caras, cada una más fiera que la anterior, estaban talladas con prolijidad y esmero en una madera dura y compacta que no logré identificar. Los fuertes vientos del desierto habían dado a la superficie un aspecto áspero y gastado, pero los pliegues y formas de las figuras se mantenían nítidos. Interpreté la figura de un zorro, un lagarto, un águila y un hechicero enmascarado. La última figura era la más impresionante, por su nivel de detalle y tamaño. Unos ojos saltones y enloquecidos asomaban por debajo de la máscara y parecían advertirle al transeúnte que lo pensara dos veces antes de seguir avanzando.
Cuerpo
y máscara estaban decorados con toda clase de símbolos y escrituras que no me
resultaban familiares, ni siquiera escarbando en mi memoria de años siendo
adepto a documentales y enciclopedias. Me impactó sobremanera la sonrisa de
esta figura, llena de dientes afilados como los de una bestia salvaje. Para
rematar, como si faltara agregarle elementos intimidatorios, la máscara
culminaba con dos poderosos cuernos de buey.
Sobre
cada uno de estos cuernos, se habían posado, a la izquierda una lechuza blanca,
y a la derecha, un pequeño buitre. Por algún motivo, la presencia de estas dos aves, me resultó de
cierto alivio. Le restaban solemnidad a
la ominosa existencia del tótem.
Me adelanté unos pasos y miré hacia arriba
haciendo visera con mi mano.
–Saludos forastero-dijo la lechuza. Sus
plumas blancas resplandecían con el sol y le conferían un aire de santidad.
–Hola lechuza ¿cómo está usted? -contesté,
tenía la boca pastosa y me costaba pronunciar.
–Que desafortunado el hombre que se
encuentra solo, en tales extensiones, malherido y debilitado por la fiebre, sin
agua y sin comida ¿verdad? –dijo el buitre.
-Bueno.
Solo no estoy… como pueden ver, aquí a mi lado, se encuentra mi ojo izquierdo.
Que me ha acompañado hasta aquí.
-Buenas tardes -dijo el ojo. Pero las aves lo
miraron con mala cara y no le respondieron.
-Parece
un milagro que haya llegado tan lejos a juzgar por el estado en que se
encuentra, pero le aseguro que no lo es –dijo la lechuza. –Todos los hombres
que vienen al desierto encuentran invariablemente dos cosas, sosiego para sus
mentes y la muerte.
El
buitre giró graciosamente la cabeza hacia mí.
-Si.
Ella procura otorgarles lo primero. Y yo, asegurarme de lo segundo.
-Una
versión ovípara del policía bueno-policía malo. No está tan mal. Una muestra gratis
de la cortesía del Desierto–Me costaba bastante sostenerles la mirada porque el
sol se había situado justo detrás de ellos.
La
lechuza pareció sonreír.
-Me
gusta su sentido del humor. Pero me temo que no podemos seguirle el juego.
Obedecemos a causas más serias y tenemos que ajustarnos a eso. Se lo explicaré.
Usted no llegó hasta aquí por casualidad, usted llegó hasta aquí porque los Antiguos,
la estirpe ancestral de sangre Miwok, a
quienes servimos, han estado guiando sus pasos hasta este momento y lugar. Usted
es un elemento clave en el tablero, pero antes de que sigamos hablando, debe
demostrar que es digno de recibir los dones.
El
ojo se había ocultado detrás de mis piernas. A lo lejos, se oyó el profundo
retumbar de un trueno.
-¿Dones?
¿Que dones? Todo me parece un cliché absurdo y ustedes no están ayudando. De
verdad. A lo mejor es la fiebre. Pero…¡Vamos! ¿Un Tótem indio en el desierto?
¿Una lechuza y un buitre que hablan? ¿Prueba de fe? ¿Legado espiritual de los
antiguos Wokis…
-¡Miwoks!
–graznó el buitre –Una tribu sagrada que habitó estas tierras desde antes que el
hombre blanco pisara el continente. Muestre algo de respeto o le prometo que
será mi próximo alimento antes que caiga la noche.
-¡Pero
me dijeron que era una pieza clave! Si de verdad me consideran El Elegido, deberían
atender mis heridas y brindarme alimento en lugar de incordiarme con estas peroratas.
-Nadie
dijo nada acerca de ningún Elegido -El buitre me clavó la mirada con un odio
salvaje. De repente, ya no parecía tan pequeño.
Otro
trueno retumbó cerca y el suelo vibró levemente.
-Por
favor –intercedió la lechuza –Debemos terminar con ésto lo más rápido posible. La prueba
de
la que hablamos es algo simple. Es una sola pregunta, una adivinanza, y usted
debe responderla de manera correcta. A cambio de eso. Le otorgaremos una
respuesta. Una sola respuesta que lo ayudará en su camino.
-¿Y
si no la respondo bien?
-En
ese caso, morirá.
-¿Y
si me niego a responder?
-En
ese caso, también morirá.
-¿Y si me niego?
-Le aseguro que morirá de todas formas.
-¿Y si me niego?
-Le aseguro que morirá de todas formas.
-Es
lo que imaginaba. Nada de alternativas. Entonces terminemos de una vez.
La lechuza hizo una pausa teatral.
La lechuza hizo una pausa teatral.
-Bien. Escuche con atención. La pregunta es la siguiente: ¿Quiénes, de entre todos los Kuksu del mundo
sagrado, pueden devorar a la Luna
cuando la sombra es larga y el Sol se acuesta a dormir?
Cuando
la lechuza terminó de formular el acertijo, se produjo un silencio bastante
largo.
Las dos aves parecían complacidas.
Las dos aves parecían complacidas.
Por mi parte, una
vez más, me sentí estafado.
-¿Necesita
que se la repita?
-¿Y
a eso le llaman una pregunta simple? ¿Les parece que estoy en condiciones de
ponerme a pensar en adivinanzas retorcidas?
El
buitre batió las alas con un sonido de grandes lonas.
-¡Silencio!
Debe responder la pregunta o enfrentará las consecuencias.
Mi
cabeza comenzó a emitir el conocido zumbido de heladera industrial y allí se
plantó, enfurruñada.
El
ojo salió de atrás mío y exclamó -¡Yo conozco la respuesta, la conozco! La
respuesta correcta es…
Pero
el buitre no le dio tiempo de terminar, voló hacia él y lo engulló de un solo
picotazo.
-¡Nooo!
¿Por qué hiciste eso? –Grité y me dejé caer de rodillas.
-¡Conteste
la pregunta! -Rugió a su vez la lechuza.
El
cielo sobre nosotros se había vuelto negro como el ébano. Un fuerte viento
comenzó a azotarme el rostro.
-¡Malditos
monstruos, pajarracos de mierda!
La
lechuza y el buitre parpadearon al mismo tiempo. Luego arrimaron sus cabezas
y cruzaron algunas palabras por lo bajo.
-Es…es
la respuesta correcta –Reconoció al fin el buitre –La respuesta es “Pájaros”,
felicitaciones.
-¡Les
juro que los voy a desplumar y me los voy a comer al espiedo!
-¡Pero
ha dicho la respuesta correcta!
-¡Aaargh!
Un
estruendo ensordecedor golpeó la tierra a pocos metros. El destello blanco fue
tan intenso que me dejó momentáneamente ciego. Pero ya no me importaba nada. Lo
único que quería era destruir a esos dos engendros en quienes había depositado
toda la furia contenida desde…bueno, desde el principio.
-¿Es
que no lo entiende? Ha respondido bien. Ahora le vamos a rebelar uno de los
grandes secretos de los Antiguos. Esta revelación lo ayudará a resolver su
propia encrucijada.
Pero
yo no los escuchaba. Me puse de pie y comencé a trepar por el Tótem con una
determinación psicópata.
Cuando
estaba por alcanzar la máscara del hechicero.
La lanza de Zeus me golpeó con toda su fuerza en el medio de la cabeza.
En
ese medio segundo que siguió, caí de espaldas y pude ver, a través de la carne
de mis manos, mis huesos brillando como
los filamentos de una lamparita de 100.000 voltios.
Luego,
sino me falla la memoria, morí.
Unos
minutos más tarde el buitre dejó de mirar los restos chamuscados y torció la
cabeza hacia la lechuza.
No
entiendo como pudo alcanzarlo –dijo. – ¿No estaba este Tótem equipado con un pararrayos mágico?
-Así es, mi amigo –contestó
la lechuza. –pero no te olvides que la mala suerte también puede ser un
pararrayos. El pararrayos más potente de todos.
23-11-12